La búsqueda del gen, su hallazgo y todo lo que vino después debe figurar entre las grandes aventuras científicas de todos los tiempos. Reviste además algunas peculiaridades respecto a otras revoluciones comparables: ésta nos toca de lleno y realmente no ha hecho más que empezar, por mucho que a principios de este siglo se consiguiera secuenciar todo el genoma humano. Menuda curita de humildad para el género humano ir comprendiendo mejor nuestro ADN y confirmar al mismo tiempo nuestro parecido genético con moscas y gusanos.
Es una suerte que el responsable de la mejor biografía escrita del cáncer (‘El emperador de todos los males‘, 2011) haya decidido contar ahora la del gen, la unidad fundamental de la herencia y unidad básica de toda la información biológica. Siddhata Mukherjee (Nueva Delhi, 1970) tiene un don para divulgar complejidades biomédicas que fascina a los más duchos en la materia sin perder por ello a los que dudan de si el cromosoma está en el gen o es al revés. Porque si hay una disciplina científica con la que todos deberíamos al menos familiarizarnos ésa es la biología molecular. “Una cosa es tratar de entender cómo los genes influyen en la identidad, o en la sexualidad, o en el temperamento de los seres humanos, y otra imaginar la posibilidad de cambiar la identidad, la sexualidad o el comportamiento alterando los genes. La primera puede preocupar a los profesores de los departamentos de psicología y a sus colegas de los departamentos vecinos de neurociencia. La segunda, cargada de promesas y peligros, debe preocuparnos a todos”.
No es ésta una asignatura que podamos dejar mucho tiempo pendiente. En los últimos años la tecnología ha ido poniendo en manos de los especialistas herramientas capaces de modificar de forma permanente genomas humanos. Ya no es que estemos en condiciones de poder leer el genoma; es que podemos empezar a escribirlo. ¿Y quién se resiste a hacerlo si en nuestro destino, o en el de nuestros hijos, está escrito que tenemos muchas papeletas para desarrollar una enfermedad fatal? Pero también ¿cómo no inquietarnos ante la posibilidad de que el asunto se nos vaya de las manos? Si las últimas tecnologías genéticas permiten no solo curar enfermedades, sino también mejorar aspectos no patológicos, como la elección del sexo o la estatura, ¿en qué medida serían aceptables y quiénes deben decidir si lo son o no?
La nueva biología
Sobre todas esas “promesas y peligros” que trae consigo la revolución del conocimiento genético reflexiona Mukherjee en su libro. Antes hace historia y ésta arranca en el jardín de un monasterio de Moravia. En ese pequeño huerto, un monje de la orden de San Agustín que responde al nombre de Gregor Johann Mendel trasiega con guisantes cruzando variedades distintas hasta identificar, en 1865, unidades de herencia y, por tanto, descubriendo la idea que casi medio siglo después vamos a llamar gen. Mendel compartía esa observación obsesiva de la naturaleza con Charles Darwin. Ambos se hicieron la misma pregunta –“¿cómo crea o engendra la naturaleza?”– aunque la formularan de maneras distintas. Con ellos nace la biología moderna: encarnan la bisagra entre la vieja y la nueva biología. Dos historias paralelas, dos teorías que no llegaron a tocarse en su momento para desesperación de Darwin, “incapaz de formular una teoría de la herencia por medios experimentales” que pudiera incorporar a su teoría de la evolución. En tiempos de google el genio inglés habría dado en pocos minutos con la investigación del jardinero prodigioso pero a mediados del siglo XIX trabajo tan revolucionario quedó hasta el siglo XX “oculto entre las páginas de una oscura revista de una oscura sociedad científica que casi solo leían criadores de plantas en una ciudad perdida de Europa Central”.
Nadie había observado antes la naturaleza como lo hicieron Mendel y Darwin. Su osadía, su intuición y sus trabajos protagonizan el tramo inicial de un libro plagado de nombres propios, cada uno de ellos con su propia y peculiar peripecia vital que Mukherjee describe con brío. Dúos, tríos y equipos de investigadores que hicieron avanzar la biología molecular con sus hallazgos: la demostración de que los genes eran estructuras físicas localizables en los cromosomas (Morgan y Muller); la descripción de su forma química (Avery); el descubrimiento de la estructura molecular de doble hélice del ADN (Watson, Crick, Wilkins y Franklin); o el modo en que actúan los genes a través de proteínas (Beadle y Tatum), por citar solo algunos de los más relevantes.
Son nombres que iluminan una historia que también tiene casi desde el principio su reverso más oscuro. De 1883 es el primer libro que ya plantea un plan para mejorar la raza humana. Para el autor de aquella obra, Francis Galton, primo de Darwin, la eugenesia no era sino genética aplicada y así dejó escrito que “lo que la naturaleza hace ciega y lentamente, sin piedad, el hombre puede hacerlo de forma previsora, rápida y amable”. Esquizofrénicos, sordomudos, epilépticos o ciegos podían echarse a temblar.
Eugenesia nazi
“El gen”, resume con tino Mukherjee, “había pasado de ser un concepto abstracto en un experimento botánico a constituir un poderoso instrumento de control social”. En una reseña del ‘Mein Kampf’ hitleriano, firmada por Rudolf Hess, éste definió el nazismo como “biología aplicada”. En 1933, Alemania aprobó una Ley de Prevención de la Descendencia Genéticamente Defectuosa. El modo de ejecutarla era la esterilización. Estados Unidos ya había planteado un programa parecido que fue abortado al cabo de unos años. Los nazis, en cambio, no dejaron de avanzar en su propuesta: de la esterilización pronto pasaron a la eutanasia para los nacidos “defectuosos”. Barbaridades que en cierto modo quedarían eclipsadas por un horror de dimensiones numéricamente mayores: el exterminio de seis millones de judíos en campos de concentración y en cámaras de gas. Y un nombre propio para la historia universal de la infamia: Josef Mengele, jefe médico de Auschwitz, que aprovechó su condición para hacer los más terribles experimentos con niños gemelos. Todo esto pasaba en el mismo país que había conseguido más premios Nobel científicos que ningún otro.
La capacidad de Mukherjee para el reportaje de altura luce especialmente cuando se adentra en varias carreras del siglo pasado: la que protagonizaron en los años cincuenta los investigadores volcados en describir la estructura del ADN; la que en los años setenta y ochenta vivieron los científicos dispuestos a mejorar la vida de los diabéticos y hemofílicos, clonando la insulina y el factor VIII, respectivamente; la búsqueda frustrante del gen de la homosexualidad, aquel que influye más que ningún otro en la identidad sexual; o la más mediática de todas: la que libraron los responsables del Proyecto Genoma Humano y los de Celera Genomics, la empresa fundada por Craig Venter, por ser los primeros en secuenciar el genoma humano.
Víctimas
En esta biografía del gen, Mukherjee no se olvida de las víctimas. Es el caso de Emma Buck y su hija Carrie. Tras ser abandonada por su marido, Emma vivía de la caridad allá por el año 1920 cuando fue arrestada en la calle acusada de vagabundeo y trasladada a un Centro para Débiles Mentales del Estado de Virginia. Siete años después, su hija fue esterilizada mediante una ligadura de trompas. Historia muy distinta fue la de otro estadounidense, el joven Jesse Gelsinger, uno de los primeros pacientes tratados con terapia génica en los años noventa. Gelsinger tenía 18 años y una mutación en un solo gen (el gen de la OTC), cuya falta es capaz de provocar la acumulación de amoniaco en el organismo hasta acabar envenenando poco a poco las neuronas. La estrategia con él fue inocular el gen que le faltaba a través de un adenovirus, virus responsable del resfriado común. Cuatro días después de iniciado el experimento, el paciente estaba en muerte cerebral. Las cosas no se hicieron bien y su terrible agonía quedó como ejemplo de los riesgos que entraña no actuar correctamente cumpliendo todos los protocolos de seguridad.
No se deja Mukherjee ningún hito en tintero: de la oveja Dolly al diagnóstico preimplantacional pasando por el potencial de las células madre embrionarias o la ingeniería genómica basada en un sistema de defensa microbiano denominado CRISPR/Cas9, último gran avance que permite añadir información al genoma. De todo ello da cuenta en esta obra salpicada con algunas vivencias personales del autor y su miedo a heredar una enfermedad mental, con pasajes que se leen como una novela y con otros inevitablemente más densos pero necesarios para entender de dónde venimos y hacia dónde vamos. Por la materia tratada, de alguna manera, ‘El gen’ recuerda a ‘La vida, instrucciones de uso’, aquel clásico de las letras francesas del siglo pasado, una novela cuyo autor, Georges Perec, definió como un rompecabezas al que darle muchas vueltas para sacarle todo el partido. La vida, a la luz del conocimiento genético, tiene también mucho de puzle fascinante al que tenemos muy estudiado pero del que apenas hemos empezado a saber cómo se arma y desarma.
‘El gen. Una historia personal’. Siddhartha Mukherjee. Traducción: Joaquín Chamorro Mielke. Editorial Debate. 704 p.
Luis Pardo es periodista especializado en biomedicina y socio director en Planner Media.