La salud figura entre sus primarios intereses, «es así por la cuenta que me tiene». Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú. 1936) Premio Príncipe de Asturias en 1986, Premio Cervantes  en 1994 y, entre otros muchos galardones, Nobel de Literatura en 2010, mantiene el cabello, el rostro y el talante de alguien significativamente más joven que los 76 años que señala su calendario biológico.Declara sentirse «razonablemente bien» quien, reflexivo, pausado pero pasional, como ser humano se considera, -así lo dice, así lo ha escrito-, muy vivo y en permanente estado de recreación. «Soy un buen ejemplo de ese crucigrama de pertenencias y rechazos que constituyen la identidad de un individuo. Soy peruano, latinoamericano, español, europeo, escritor, periodista, agnóstico en materia religiosa y liberal y demócrata en política, individualista, heterosexual, adversario de dictadores y constructivistas sociales – nacionalistas, fascistas, comunistas, islamistas, indigenistas, etcétera-, defensor del aborto, del matrimonio gay, del Estado laico, de la legalización de las drogas, de la enseñanza de la religión en las escuelas, del mercado y la empresa privada, con debilidades por el anarquismo, el erotismo, el fetichismo, la buena literatura y el mal cine, de mucho sexo y tiroteo».

¡Casi nada!

«¿Se agota lo que soy en esa pequeña enumeración en la que, a simple vista, abundan las incoherencias y contradicciones?» se pregunta el propio escritor para, sin solución de continuidad, responderse: «No».

Ese crisol humano es Vargas Llosa, quien el pasado año presentaba el tercero de los volúmenes que incluyen la totalidad de su obra periodística. «La información es vital en cualquier ámbito, por supuesto también en el de la salud«, declara este defensor de la libertad de expresión que afirma: «El periodismo es absolutamente fundamental para desarrollar y mantener vivo el espíritu crítico en una sociedad. Nada aplica tanto el espíritu crítico como la información que nos va mostrando, nos va enfrentando a esa actualidad transeúnte. No conozco mejor manera de medir el grado de libertad que hay en una sociedad que consultando su prensa. Es el termómetro más inequívoco para saber si existe o no existe libertad».

Sin eludir tema alguno, el escritor habla de la libertad, de sus fuentes de inspiración, de las nuevas tecnologías, del compromiso del intelectual y del creador ante la crisis, de la conveniencia de buscar rutas nuevas y más eficaces en la lucha contra el narcotráfico, de la salud, de su salud declarando que se cuida «pero sin obsesiones», y de la injusticia que conlleva la pobreza: «más de dos millones de niños mueren cada año de diarrea y por enfermedades infecciosas que tienen su causa en la falta de acceso a agua potable, lo que eufemísticamente conocemos como ‘carencia de acceso al saneamiento’ constituye la segunda causa de mortalidad infantil en el mundo».

Y prosigue: «vivir en la pobreza y en la suciedad no solo enferma al cuerpo sino también el espíritu, la autoestima más elemental, el ánimo para revelarse contra el infortunio y mantener viva la ilusión , motor de todo progreso».

Ha dicho usted que en su obra periodística anida su autobiografía intelectual…

Así es. Estos artículos han sido como una autobiografía intelectual, literaria y política que yo he ido levantando sin darme cuenta a medida que escribía sobre la actualidad fugaz, devoradora, tratando de fijar algunos hechos, algunos libros, algunas personas como referentes importantes del momento. El azar hizo que viviera en ciudades o países que en los momentos en que yo estaba allí cobraban por distintos motivos un enorme protagonismo internacional, como ocurrió en París en los años 60, con Londres en los 70, con los años de la ‘Transición’ en España. Sobre todo eso hay unos testimonios de actualidad que de alguna manera sirven para mostrar las extraordinarias transformaciones que ha vivido nuestro mundo en los últimos cincuenta años. Creo que en ninguna época de la historia de la humanidad han ocurrido hechos tan trascendentales que han transformado tan profundamente las costumbres, las instituciones, las ideas, los valores, las formas como en estas últimas cinco décadas. Al mismo tiempo que algunos países y algunas sociedades avanzaban de manera veloz hacia el futuro, otros se estancaban y retrocedían.

– ¿Se ha sentido libre a la hora de escribir?

– Creo haber escrito siempre con mucha libertad, pero pienso que la actualidad imprime un cierto condicionamiento a la hora de escribir. Hay el problema del espacio, por ejemplo. Hay que someter el texto periodístico a un cierto condicionamiento material y eso obliga a un esfuerzo de síntesis que uno no tiene porqué hacer en absoluto cuando escribe novelas, sino todo lo contrario. Cuando escribo una novela lo que me interesa es ese flujo de la fantasía, de la imaginación que me permite luego elegir. En el periodismo que uno escribe día a día hay, como digo, ciertos condicionamientos, pero la libertad he procurado ejercerla a la hora de opinar, de pronunciarme. Nunca he seguido ni consentido imposiciones y en ese sentido he trabajado siempre con libertad.

Disculpe una pregunta tan primaria pero, ¿qué le inspira?

– Para mí siempre ha sido un misterio porqué ciertas cosas que he hecho, que he visto, que he leído se convierten en fermentos creativos que dan ideas para una historia. Siempre ha sido misterioso el hecho de que sobre tantas cosas que me pasan sólo algunas tienen esa actitud, ese don de ser el germen de un libro. Cuando supe de la existencia de Roger Casement nunca imaginé que algún día escribiría una novela sobre él (‘El sueño del celta’). Fue leyendo una biografía de Conrad, autor al que admiro mucho. Descubrí que la primera persona que había conocido Conrad al llegar al Congo fue aquel irlandés que le abrió los ojos sobre lo que ocurría allí. Sentí curiosidad sobre aquella persona, por saber quien era, qué hacía allí… descubrí que había estado en el Perú, que había dedicado buena parte de su vida a denunciar las atrocidades que se cometían contra los pueblos indígenas, tanto en África como en la Amazonía. Escribí entonces un artículo, pero siguió aquello en mi cabeza y comprendí que estaba trabajando ya en una novela. Pasó muchísimo tiempo hasta que tomé la decisión de escribirla. Casi todas las obras de ficción que he escrito han nacido de esa manera, en cierto modo inesperada, a través de alguien que conocí o de algo que leí, oí o me contaron y que quedó en la memoria y se fue convirtiendo en una curiosidad, en un desasosiego y en un momento dado en una urgencia, pero nunca he tenido muy claro porque ciertas experiencias tienen esa virtud y otras no.

Usted y el periodismo están ligados desde hace 50 años. ¿Cómo ha visto la evolución de la prensa en estas cinco décadas?

– Cuando comencé a hacer periodismo yo era un estudiante de colegio. Fue en unas vacaciones, cuando tenía 15 años. Entonces el periodismo era una actividad más bien romántica y bohemia. Las redacciones eran unas peceras llenas de humo con un ruido infernal, el de las máquinas de escribir de entonces, y el periodista era un personaje de la bohemia. Un personaje que trabajaba hasta altas horas de la noche. Se quedaba hasta que la edición del día cerraba y después salía a pecar, a pecar en todos los sentidos de la palabra. Era el hombre de la noche, un ser que estaba en el límite de lo permitido y lo prohibido, de lo decente y lo indecente, de la vida pública y la vida de las catacumbas.

Hablando de humo, ¿cómo lleva lo del tabaco alguien como usted que confiesa haber sido un gran fumador ?

– Cuando llegué a Europa a finales de los años 50 del siglo pasado fumaba, al menos, dos cajetillas diarias. En París descubrí los Gitanes y pasé de dos a tres paquetes cada día. A mediados de los 60 los médicos ya me advirtieron de que el tabaco me estaba haciendo daño. No hice caso convencido de que sin tabaco la vida se me  empobrecería terriblemente y que, incluso, perdería las ganas de escribir. Sería gracias a un médico vecino cuando vivía años más tarde en Estados Unidos cuando comprendí que fumar constituye un cataclismo sin remedio para cualquier organismo, como puede comprobar cualquiera que se tome el trabajo de consultar la enciclopédica información científica que existe al respecto. Dejé de fumar en 1970 cuando me fui a vivir a Barcelona. Fue mucho menos difícil de lo que temía. Como suele ocurrir con los conversos, en los primeros tiempos me volví un apóstol del antitabaco. Ese celo fue mermando con los años, sobre todo a medida que, en buena parte del mundo, se multiplicaban las campañas contra el cigarrillo, y el tema adquiría en ciertos países, ribetes paranoicos. El tabaco es muy dañino y quienes fuman se juegan no solo la vida sino la invalidez y la disminución paulatina o brutal de sus facultades físicas e intelectuales y la obligación de los Estados, en una sociedad democrática, es hacérselo saber a los ciudadanos de modo que estos puedan decidir , con conocimiento de causa, si fuman o no fuman.

¿Y el alcohol, tema sobre el que también ha escrito?

– Probablemente el alcohol es tanto o más dañino que el cigarrillo, y sus consecuencias sociales son sin la menor duda más trastornadoras y trágicas que las de la nicotina, pero a nadie se le ha ocurrido desencadenar contra el alcohol las campañas cívicas y legales que se han puesto en marcha contra el tabaco.

Se ha manifestado usted en relación con la despenalización de las drogas. ¿Cuál es su idea al respecto?

– Hay ejemplos sobrados de la labor devastadora del narcotráfico. Del fenómeno atroz, terrible, del terrorismo que resulta de la lucha de las bandas de narcotraficantes para ganar territorio y para expulsar de su territorio a los adversarios. Todo eso ha generado una violencia insoportable. Algunos países son ejemplo de lo que puede ocurrir en toda América Latina si se sigue con esa política de combatir las drogas con la pura represión. Creo que no es el camino. Hay que buscar medidas alternativas como las que están proponiendo muchas personas en el sentido de que se experimente la legalización y que las inmensas sumas que se invierten en combatir al narcotráfico se inviertan en prevenir, en curar, en rehabilitar. Creo que esa es la única salida posible que puede acabar con toda la criminalidad asociada a este terrible problema. Los muchos países que soportan el flagelo del narcotráfico deberían reunirse y aceptar que la represión no da resultado, que el narcotráfico sigue creciendo y se ha convertido en una potencia económica que puede pagar mejores salarios que los Estados y que, por lo tanto, es un factor de corrupción atroz, sobre todo en el tercer mundo. Hay que intentar la legalización; una política distinta.

Tampoco ha eludido el drama de la crisis en sus escritos. ¿Le ve salida?

– Sin ninguna duda hay salida. La construcción europea es en el mundo actual la empresa política más ambiciosa. No hay ninguna otra, después del naufragio de las grandes ideologías utópicas. Porque la de Europa es una utopía realista porque está montada sobre la idea democrática de los consensos. Es una realidad que ha permitido que Europa Occidental viva en paz por primera vez en su historia y que ha traído enormes beneficios. Piense lo que hubiera sido España sin Europa que ha contribuido de forma extraordinaria a la Transición, a la modernización y a la democratización de este país. España es una sociedad cosmopolita porque está integrada a Europa. Esa realidad, cómo no va a tener salida, ¡claro que sí!, pero va a costar unos enormes sacrificios. Eso le pasa a los países que viven o han vivido por encima de sus medios, que tienen políticos irresponsables que gastan, gastan y gastan creyendo que los presupuestos no tienen límite ni fondo. Hay que esperar que esta experiencia traumática sea instructiva y que en el futuro los gobiernos sean más responsables y que vivamos todos acorde a nuestros medios y no por encima de lo que deberíamos porque el coste es enorme y lo pagan los inocentes. El común y corriente de los ciudadanos es el que está pagando este enorme sacrificio.

Envuelto en esas palabras queda el hombre cuya figura larga y elegante cruzó la alfombra de los elegidos para, mesándose la cabellera impecable que le corona, dirigirse a quienes en Estocolmo le escuchaban como Nobel de Literatura 2010 y en un discurso cargado de emoción recordarles: «De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación… Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir lo posible en lo imposible.