Se tiende a pensar con excesiva frecuencia que la infancia y la adolescencia son épocas idílicas de la vida, en las que la nota predominante es la seguridad y la capacidad de disfrute. Hasta no hace muchos años se suponía que en la infancia no existía la depresión. No es ni mucho menos así. Nuestros menores pueden sufrir, como los adultos, trastornos del estado de ánimo que, de no atenderse adecuadamente, pueden derivar en una disminución importante de su bienestar global, en fracasos en su aprendizaje o, incluso, en intentos -a veces consumados- de quitarse la vida.
De hecho, la Organización Mundial de la Salud sitúa la depresión entre las causas más frecuentes de discapacidad en estas edades. En no pocos casos, las depresiones infantiles y adolescentes no diagnosticadas ni tratadas se convierten en depresiones cronificadas que se arrastran durante el resto de la vida en forma de trastornos afectivos que pueden ser menos agudos pero mantenidos durante años, así como muy discapacitantes, conocidos técnicamente como distimias.
Las cifras sobre la frecuencia de depresiones en personas menores de 18 años varían, entre otros motivos por la falta de estudios serios sobre el tema y la tendencia a pasar por alto este problema. No obstante, son preocupantes. Los rangos más admitidos oscilan entre 3 a 6 de cada 100 menores. Esta cifra varía según el grupo de edad considerado y el género, pues las niñas y adolescentes parecen estar en mayor riesgo. La pandemia ha disparado esas estimaciones que algunos estudios llegan a cifrar hasta en el 30%, de las cuales el 6% del total serían depresiones graves.
Cómo son los síntomas depresivos en menores
Los menores presentan síntomas depresivos similares a los que caracterizan a cualquier edad aunque, a veces, pueden ser más sutiles y mostrase más como irritabilidad o rabietas que como tristeza franca o
tener más evidencias en la conducta (falta de actividad, aislamiento, abandono de aficiones, cambios de apetito y sueño) que en la vertiente más propiamente psicológica.
Los cambios en la sociabilidad, en los patrones de sueño y/o alimentarios, la pérdida de vitalidad e interés en las aficiones habituales, el retraimiento o los estallidos emocionales frecuentes deberían ser indicios que alertaran a los adultos que rodean al menor para considerar que este está iniciando un episodio depresivo. La intervención precoz y adecuada reduce el riesgo de una evolución negativa, de complicaciones e incluso de recaídas posteriores.
Por qué se deprimen más los niños y adolescentes
Niños, niñas y adolescentes se deprimen por razones diversas. La predisposición familiar influye, pero no es ni la única razón ni algo inamovible. La calidad afectiva y material del entorno del menor resulta una clave fundamental. Disponer de los medios económicos básicos, tener acceso a una alimentación y cuidados materiales correctos, o una educación de calidad constituyen pilares básicos para el bienestar emocional de la infancia y la adolescencia.
Los vínculos sanos con los progenitores, la familia y la comunidad resultan un factor primordial para proteger la salud afectiva de los menores. De hecho, se sabe que un entorno suficientemente protector y a la vez promotor de la autonomía puede modificar la influencia de posibles vulnerabilidades genéticas, disminuyendo la probabilidad de que se expresen factores constitucionales que, en un contexto insano, se harían manifiestos. Así lo han mostrado los estudios llevados a cabo con gemelos criados en ambientes favorables o presididos por obstáculos, privaciones materiales y emocionales e incluso malos tratos.
Podemos aspirar a prevenir la depresión en edades tempranas y a tratarla evitando que se cronifique y se convierta en una enfermedad que se prolongue en la edad adulta. Los menores tienen derecho a que sus depresiones reciban la asistencia adecuada. Esta puede consistir en intervenciones psicológicas tanto a nivel individual como familiar, pero no solo.
Cuando la gravedad lo requiere, no se puede optar por prescindir de lo que aportan los tratamientos biológicos. Los fármacos bien prescritos y adecuadamente usados son seguros en la infancia y la adolescencia. Negar este hecho y privar de recursos válidos a nuestros hijos e hijas constituye una discriminación e irresponsabilidad que va a condicionar vidas que están todavía construyéndose. Los tabúes y tópicos erróneos son especialmente peligrosos cuando se aplican en estas edades.