Hoy viernes, 22 de septiembre, se conmemora la cuarta edición del Día Mundial de la Narcolepsia, una efeméride impulsada por 32 asociaciones de pacientes de todo el planeta –en nuestro país por la Asociación Española de Narcolepsia e Hipersomnias Centrales (AEN) y la Asociación Leonesa de Enfermedades Raras y Sin Diagnóstico (ALER)– con el objetivo de informar a la sociedad sobre este trastorno neurológico que padecen cerca de 25.000 españoles.
Un Día Mundial en el que, explican sus impulsores, “la comunidad internacional de la narcolepsia nos unimos para inspirar acciones, aumentar el conocimiento del público y elevar las voces de los tres millones de personas que conviven con este trastorno en todo el mundo. Juntos podemos reducir el retraso en su diagnóstico y el estigma asociado, así como mejorar los resultados clínicos”.
La narcolepsia es una condición neurológica crónica de origen desconocido, si bien, apunta la AEN, que para celebrar la efeméride organiza mañana sábado una jornada para pacientes en Alcobendas (Madrid), “se sabe que existe un componente genético. Además, cada vez cobra más fuerza la posibilidad de que la causa sea una reacción autoinmune”.
Su principal manifestación clínica es la somnolencia excesiva diurna, síntoma que padecen casi todos los pacientes y que se caracteriza por la presentación de crisis de sueño que, con una duración máxima de 15 minutos, se repiten de manera continuada sin que sea posible evitarlas.
Por su parte, hasta un 70% de los afectados padece también cataplejía, esto es, la pérdida brusca del tono muscular ante emociones como la alegría, el miedo, el estrés y la tristeza, y que junto a la somnolencia excesiva diurna debe considerarse como la principal señal de alerta de la enfermedad.
Es más; la narcolepsia también suele cursar con, entre otros síntomas, dificultad para dormir bien por la noche –en hasta un 50% de los casos–; pesadillas, parálisis y alucinaciones, que afectan a un 20% de los pacientes; conductas automáticas o sonambulismo, comunes hasta en un 80% de las ocasiones; y trastornos alimentarios que, padecidos por un 20% de los pacientes, incrementan el riesgo de obesidad.
Sin embargo, y a pesar del gran impacto del trastorno sobre la calidad de vida de los afectados, se estima que hasta un 60-80% de los casos aún no han sido diagnosticados, por lo que no tienen acceso a un tratamiento. Y a ello se suma, además, que una vez se han detectado los primeros síntomas –por lo general cuando el paciente tiene una edad comprendida entre los 15 y los 25 años–, la demora en el diagnóstico puede prolongarse de ocho a 15 años.
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