Cada uno tendrá su propia idea pero seguro que no somos pocos los que vemos en los cirujanos la encarnación de dios en la Tierra, a los que miramos con una mezcla de reverencia y temor, de admiración e inquietud. Sobre todo si vamos a entrar en un quirófano. Escalpelo en mano, abren y deciden sobre uno como nadie puede ni podrá hacerlo. Seguro que la historia de la cirugía está repleta de nombres esenciales que merecen ser conocidos y reconocidos pero aquí celebraremos la existencia de dos de ellos, ambos británicos y peleones: Joseph Lister y Henry Marsh.

El caso de Lister es para ponerle en un altar en todas las casas del planeta y darle merecido agradecimiento por su bendita cabezonería. Vino al mundo en una época en que la cirugía realmente invasiva tenía más de carnicería que de arte de la curación como la entendemos hoy. Veinte años después de su nacimiento (1827), los profesionales del cuchillo y el serrucho con fines sanitarios pudieron empezar a operar con anestesia general. Aquello debía ser como una película de Rambo en acción: había cirujanos robustos capaces de amputar una pierna en menos de treinta segundos y sostener el cuchillo ensangrentado entre los dientes para tener las dos manos libres y trabajar más rápido.

Puede que ya por entonces, segunda mitad del siglo XIX, con la llegada del éter anestésico, entrar en el hospital para una intervención quirúrgica no fuera sinónimo de dolor insoportable y no hubiera que atarte a la mesa de operaciones, pero seguía siéndolo de muerte casi segura. De hecho tenías más posibilidades de salvar el pellejo si te operaban en casa que en un centro médico. Es más: con el triunfo de la anestesia se podían serrar huesos sin que el paciente molestara con sus gritos y así se multiplicaron las cirugías, pero también aumentaron las muertes y secuela graves en el proceso de recuperación.

La situación se repetía una y otra vez: infección postoperatoria, aparición de pus y a criar malvas. No había manera de entender por qué pasaba y cómo evitarlo. La solución al enigma la tenía Lister y el modo en que lo resolvió protagonizando “la revolución que transformó el truculento mundo de la medicina victoriana” es el relato que firma la estadounidense Lindsey Fitzharris (1982) en De matasanos a cirujanos.

Nacido en el seno de una familia cuáquera, Joseph Jackson Lister no tenía permiso paterno para cazar, practicar deporte o asistir al teatro, pero sí pudo desde crío trastear con los microscopios de su padre, dando de ese modo el primer paso en la comprensión de las infecciones hospitalarias. Interesado por la medicina, fue, con apenas veinte años, uno de los testigos de la primera cirugía con anestesia en el hospital londinense University College, y estaba dispuesto a liderar otro milagro similar.

A diferencia de sus compañeros, en el maletín de Lister había no solo sierras, pinzas y sondas; también había un microscopio. Con el entusiasmo de los visionarios, se molestaba en tomar muestras de tejido de sus pacientes para examinarlas bajo las lentes. Se formó en una época en que la higiene en los hospitales era una rareza. Lo normal es que apestara a orina, deposiciones y vómitos. Lo habitual es que se operara a todos los pacientes con el mismo instrumental sin perder un minuto en limpiarlo. El vivero idóneo para una gran variedad de gérmenes infecciosos.

Todo cambió cuando Lister tuvo acceso a las investigaciones que en Francia estaba llevando a cabo Louis Pasteur y gracias a las cuales entendió que el origen de las infecciones hospitalarias no era el ambiente sino los microbios. Probó entonces a operar utilizando de forma previa y, por tanto, preventiva ácido carbólico como un antiséptico. Con esta estrategia demostró a los cirujanos que podían operar sin miedo a que las heridas se infectaran y desarrollaran una sepsis mortal.

Y la gran mayoría de los cirujanos y revistas importantes no le creyeron. Hubo incluso hospitales que prohibieron sus métodos. Afortunadamente sí le creyeron sus discípulos. También lo hizo la reina Victoria a la que operó de un absceso del tamaño de una naranja en la axila. “Caballeros, soy el único hombre que le ha clavado un cuchillo a la reina”, decía a sus alumnos.

Fitzharris describe cómo el mundo médico hostil a los dos lados del Atlántico no consiguió nunca que Lister tirara la toalla y le retrata como un hombre bueno: un tipo alto que a veces tartamudeaba y que se preocupaba por los pacientes, especialmente por los más pequeños. Evitaba que sus enfermos vieran el temible instrumental quirúrgico, los llevaba personalmente a la sala tras una operación y ayudaba cuando se les pasaba de la camilla a la cama. Suya es esta frase: “Cada paciente, incluso el más vil, debe ser tratado con el mismo miramiento y respeto que si fuese el mismísimo príncipe de Gales”.

Son éstos rasgos de carácter que coinciden con los del gran Henry Marsh (Oxford, 1950), neurocirujano y autor de Ante todo no hagas daño, un clásico ya de la literatura médica. Su editorial en España nos trae, con Confesiones, una suerte de continuación de la que podemos decir que confirma a Marsh como un narrador superlativo y de brutal honestidad que sabe atrapar al lector. “Suelo bromear con que mi posesión más preciada, la que más valoro entre todas mis herramientas y libros, y entre todos los cuadros y antigüedades que heredé de mi familia, es mi botiquín de suicidio, que guardo escondido en casa”. Así empieza una obra donde vuelve a demostrar que cualquier caso clínico en sus manos (literarias) resulta fascinante.

Escribe esta vez Marsh desde su recién estrenada condición de jubilado. Ya de vuelta de todo, se muestra aún más duro con sus errores y con los de los demás, incluidos sus amigos, colegas de profesión, en Nepal o Ucrania a los que ayuda de manera altruista como veterano y prestigioso neurocirujano. Nos cuenta su presente, con sus temores crecientes, el miedo a la muerte y aún más a la demencia que acabó con su padre. “Mi temor instintivo a la muerte asume ahora la forma del miedo a morir, a la indignidad de ser un paciente indefenso a merced de médicos y enfermeras indiferentes que trabajarán por turnos en un hospital semejante a una fábrica y que apenas me conocerán”.

En su vida actual también hay espacio para sus ilusiones como poder ver las cimas del Himalaya (“no hacía falta mucha imaginación para creer que allí moraban los dioses”) o la compra de una caseta perdida en el campo para levantar allí un taller de ebanistería en el que gastar las horas que antes invertía extirpando tumores cerebrales. Pero también es un libro que mira constantemente al pasado para rememorar casos que le marcaron y recordar su pasión por enseñar y formar equipo, para criticar duramente el sistema sanitario (“la autoridad de los hospitales ha pasado gradualmente del personal clínico a directivos ajenos al mundo hospitalario cuyo principal cometido consiste en satisfacer a sus señores políticos en su empeño de recortar gastos”) y para reflexionar sobre la relación médico-paciente o sobre la eutanasia.

Lister y Marsh fueron cirujanos excepcionales y ambos fueron al mismo tiempo mucho más que eso. Marsh sigue siendo hoy mucho más que eso y sus lectores deseamos que así sea.